Agosto, verano del año 386, Milán, una casa con jardín. Dos amigos buscan respuestas a sus dudas sobre qué estilo de vida seguir para contemplar a Dios. Uno de ellos es Agustín. Tiene muchas certezas intelectuales, pero vive una división dentro de sí, entre una voluntad vieja y arraigada por la costumbre de ciertos placeres, y otra voluntad nueva, reciente, con la que más bien busca a Dios y quiere cumplir su voluntad. No deja de cuestionarse y sentirse mal consigo mismo, pues su debilidad no alcanza a transformar tal situación. ¿Qué hacer? ¿Cómo unificar estas dos voluntades en un solo querer? Se siente atado, encadenado, preso dentro de sí, siendo él mismo el carcelero. ¿Cómo superar esta situación? ¿En quién buscar la ansiada liberación?
Dos afectos encadenaban el corazón de Agustín: uno le hacía desear la vida matrimonial como medio para satisfacer sus apetito sexual, y otro la profesión retórica como medio para conseguir dinero, poder y fama. Eran cadenas, pues había reconocido que la vida de continencia perfecta y el desprendimiento de los bienes materiales era ideal para contemplar a Dios. Débil y herido, estaba necesitado de un médico y de una medicina; y también de un maestro que le enseñe el camino y la forma de vivir según la voluntad de Dios. Ya no le convencía eso de ser «médico de sí mismo» y «autodidacta». La predicación de san Ambrosio fue decisiva para enfocar su situación. Y por ese tiempo leía las cartas de san Pablo; en ellas comprendió el mensaje cristiano, y también la condición humana jalonada entre costumbres desordenadas y grandes ideales:
La famosa «escena del jardín» se encuentra en forma de narración y es el desenlace de esta situación. A la vez, da cuenta del mundo interior y exterior de Agustín, ambos involucrados en el combate, ambos representados con tonos dramáticos. Agustín había visitado al sacerdote Simpliciano (primera narración) y, junto con Alipio, recibió la visita de Ponticiano, africano y cortesano como él (segunda narración). Escuchó atentamente el mensaje de cada uno: el primero le invitaba a no pretender acercarse a Dios Padre con sus propias fuerzas y sin dejarse acoger por la Iglesia de Cristo; el segundo lo invitó indirectamente a considerar la vida monástica como un modo particular de seguir a Cristo.
Ahora le tocaba hacer espacio a la Gracia (tercera narración). Busca estar solo y se aleja de Alipio para no fastidiarlo, pero como quien prepara el espacio para el encuentro. Se refugia en el jardín de la casa, como nuevo Edén en el cual ser recreado. Se deja caer a la sombra de una higuera, árbol que rememora la maldición de Cristo a quienes no dan frutos (Mt 21, 18-22) o la inactividad del discípulo que es sorprendido por el llamado de Cristo (Jn 1, 47-48). Llora descontroladamente y con dolor, como alguien que está naciendo, y como quien sufre por la división. Se recrimina por su torpeza, por llegar a tal situación, por tardar en decidir. Y recibe una admonición, del cielo, a través de una voz que parece ser de un ángel, que lo exhorta a «tomar» y «leer», dos verbos que bien podríamos entender como «levántate, retira, lleva contigo» y «lee para que elijas»: se trata de acoger la Palabra, en la unidad de su mensaje, que desde el Antiguo al Nuevo Testamento, no es otro que Cristo. Por ello, regresa con Alipio, toma el códice de la carta a los Romanos, lee, y en Rm 13, 13 encuentra su diagnóstico y su medicina: lee lo que describe su situación y la acción de Dios ante ello. Agustín descubre que su esclavitud, su debilidad y su ignorancia, tienen solución en Cristo. Basta un corazón contrito y humilde, y una mente que quiera creer para entender. Surge un proyecto de vida trascendente y comunitario. La conversión cristiana es siempre un punto de llegada y un punto de partida.
Los agustinos somos hijos de un convertido y la conversión marca nuestra experiencia de Dios. Esto implica tres aspectos:
Pero no hay nada mejor que leer el texto. El estilo lírico de Agustín acompaña el mensaje, para que su belleza te atraiga y te dirijas tú también a Cristo. Aquí te lo compartimos.