Leer la Escritura para conocer a Dios y conocerse a sí mismo

Que yo haga de tus Escrituras mis castas delicias,
sin engañarme en ellas ni engañar por medio de ellas (Confesiones 11,2,1)

La Escritura es para san Agustín la carta por medio de la cual Dios continúa hablando y manifestando al hombre su querer (cf. Carta 127,9). Es como «un documento autógrafo dejado por Dios, para que todos los hombres en la tierra lo puedan leer, cada uno en su tiempo, y encaminarse todos hacia la vía de las promesas divinas» (Carta 144,7). Es un documento autógrafo, porque «son libros escritos por los dedos de Dios por medio de hombres santos, en quienes actuaba el Espíritu Santo» (Comentario al Salmo 8,8). Por eso, en la Escritura se encuentra la respuesta de la autoridad suprema (cf. Comentario al Salmo 67,23), para todo aquello que es necesario saber, para poder agradar a Dios y salvarnos.

Sin embargo, la Escritura también es un libro complejo y difícil, que exige mucho estudio y preparación científica (cf. Carta 137,1,3). Exige la fe, para ser acogida como Palabra de Dios y no como simple palabra de los hombres (cf. Comentario al Salmo 77,5); requiere amor y respeto (pietas), para que en ella se busque la voluntad de Dios con amor y sencillez, de modo que, cuando no se consigue captar plenamente su sentido, no se levante contra ella (cf. Sermón 347,3).

En efecto, Agustín no se cansa de amonestar a los fieles que se acercan a la Escritura: «Cuando no entiendes, o entiendes poco o no penetras a fondo, honra la Escritura de Dios, honra la Palabra de Dios, aunque no sea clara para ti. Animado por la piedad, posterga su comprensión. No te obstines en acusar a la Escritura de oscuridad o de absurda. Nada falso se encuentra en ella. Si hay algo que sea oscuro, no se quiere negar tu comprensión sino que te ejercites mejor y así la hagas tuya. Eventuales oscuridades allí existentes son obra del médico, el cual las ha puesto para hacerte llamar y, después, abrir a quien llama. Llamando, te ejercitas, ejercitándote te haces más capaz y hecho más capaz estarás preparado para recibir el don» (Comentario al Salmo 146,12).

La mansedumbre se pide, sobre todo, para acoger dócilmente el juicio de la Escritura, cuando acusa de pecado nuestras acciones. El pecador es llevado por la soberbia a defender sus propias culpas y es reacio a reconciliarse con Dios. Pues bien —escribe san Agustín—, «porque no conocemos otros libros que destruyan tan bien la soberbia, que destruyan tan bien al enemigo, el defensor reacio a reconciliarse, mientras defiende sus propios pecados. No conozco, Señor, no conozco otras expresiones tan puras y capaces de inducirme a la confesión, de amansar mi cerviz a tu yugo, que me inviten a darte un culto desinteresado» (Confesiones 13,15,17).

    Tomado de: N. Cipriani (2013). Muchos y uno solo en Cristo. La espiritualidad de san Agustín. Madrid: Ed. Agustiniana, 360-362.

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