Dios nos envía al mundo a «dar fruto» y «fruto que permanezca» (Jn 15,16). Sabemos que, en las plantas, los frutos expresan vida y salud temporal. El Nuevo Testamento toma esta imagen de la naturaleza para representar la auténtica vida cristiana como una planta buena que «da frutos buenos» (Mt 7,17) de vida eterna y para el bien común, siendo la acción del Espíritu el criterio para discernir su bondad. Pero, ¿cómo no equivocarnos en este discernimiento? ¿Cómo no engañarnos, pensando que obramos lo que Dios quiere, mientras que seguimos otros criterios? Compartimos estas líneas para crecer juntos y caminar hacia la solemnidad de Pentecostés.
El punto de partida, o criterio mayor, desde el cual reconocer la acción del Espíritu en nosotros, es el mismo Jesucristo. Él fue movido en su vida por el Espíritu. Sus gestos, palabras, afectos y sentimientos fueron expresión de un estilo de vida que se distingue con claridad por tener en el centro su relación de Hijo de Dios Padre. Buscar y cumplir Su voluntad marcaba el sentido de su vida: provenía de Dios y hacia Él se dirigía.
Jesús vivía «en el Espíritu». Él fue el fruto del Espíritu en el seno de la Virgen María, para convertirse en el fruto del árbol de la cruz, y ser alimento de salvación, redención y sanación para otros. Para san Agustín, en los hombres movidos por el Espíritu «resplandece en grado supremo la figura de Cristo» (Varios pasajes de los evangelios 2,2). Por ello, acojamos los evangelios para mirarnos en ellos «como en un espejo» y considerar si nos asemejamos a Jesús en su modo de tratar a los hermanos, sus pensamientos y acciones, su estilo de vida, sus sentimientos y afectos.
Pero ojo, en este discernimiento hay que ser valientes y alcanzar los hechos mismos de nuestra vida. San Agustín señaló que el cristiano que vive en el Espíritu, como Jesús, da frutos de misericordia en sus obras, «amando al prójimo y socorriéndolo en las necesidades materiales… rescata a quien es molestado por manos prepotentes, brindándole, como un árbol que da fruto, una sombra protectora con el válido apoyo de un justo juicio» (Confesiones 13, 17, 21), goza al compartir la angustia del prójimo y su conversión (cf. Confesiones 13,26,40) y así alcanza a dar un culto espiritual a Dios, amándolo con todo el corazón y con toda el alma.
San Agustín predicaba que el Espíritu Santo derrama la caridad en los corazones, nos hace alcanzar la victoria contra el enemigo y nos hace obrar la misericordia (cf. Comentario al Salmo 143,7). Afirmaba que «el mismo Espíritu de Dios combate en ti contra ti, contra aquello que en ti está contra ti» (Sermón 128,6,9). Este combate cristiano, este enemigo, hacía referencia a la acción del tentador que siembra en el corazón humano pensamientos y afectos de desprecio a Dios y al prójimo y ensalza lo privado y material, lo humano encerrado en sí mismo, la fama y el poder, al punto de generar estilos de vida movidos por la soberbia y la división, como el pelagianismo y el donatismo de su época. Por ello, san Agustín acompañó a la Iglesia aportando criterios para prevenir a los cristianos de estos frutos malos, evidenciando el árbol malo que los generó.
También hoy el papa Francisco no se cansa de prevenirnos de aquel espíritu del mundo que podría meterse en nuestra vida personal y comunitaria (religiosa, laical, parroquial, escolar) y cerrarnos a la acción del Espíritu Santo y sus frutos. Señala en particular dos «alimentos» de la mundanidad espiritual o «enemigos» de la santidad y del compromiso auténtico, que llama gnosticismo actual y neopelagianismo. El primero consiste en la confianza excesiva en el razonamiento lógico y claro, al punto de generar una vida de fe desencarnada, sin servicio a las necesidades del otro, sin trascender al prójimo. El segundo consiste en la confianza excesiva en las estructuras, en la organización, en las planificaciones «perfectas» en papel, con aquel estilo de control, dureza, normatividad y supervisión, pues «la norma da al pelagiano la seguridad de sentirse superior» (cf. Evangelii Gaudium 93-97; Gaudete et exsultate 35-62).
Estas dos tentaciones actuales, que generan estilos eclesiales lejanos a su ser y misión, suelen golpear con fuerza e imponerse como soluciones exitosas hoy. Ante ello, desaparece el fruto espiritual de hacerse cargo con paciencia de la debilidad propia y del prójimo, pues se olvida o niega que nosotros mismos hemos sido rescatados y salvados. San Agustín diría que, quienes acogen estos enemigos actuales para su vida y apostolado, no podrían ya alabar a Dios, al no considerar su misericordia (cf. Confesiones 6,7,12). Con todo, el papa Francisco muestra su confianza en la providencia, afirmando: «Creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino»» (Amoris Laetitia 308).
Pues bien, habiendo reconocido tanto a Cristo como modelo supremo de una vida humana movida por el Espíritu, como los peligros de dejarse llevar por una «mundanidad espiritual» lejana a este modelo, podemos preguntarnos: ¿y cuáles serían en particular los frutos buenos que obra el Espíritu Santo?
Los autores espirituales y los estudios bíblicos concuerdan al señalar que, si bien encontramos más de una lista de estos frutos espirituales en el Nuevo Testamento, todos estos no son sino manifestaciones de un solo fruto, que es la caridad. En efecto, las listas bíblicas de frutos desarrollan en particular el amor al prójimo, quien debe ser amado y atendido por nosotros como Dios lo ama y atiende. Y esto, más que un sentimiento, es un compromiso de relacionarse con los demás buscando el bienestar, buen trato y crecimiento de todos.
Así, en la vida comunitaria, los hermanos acogen y preservan los frutos espirituales de la unanimidad y la concordia (cf. Hch 2,42-47; 4,32-37), es decir, aquel estar unidos según la caridad, en armonía y buen acuerdo, formando una sinfonía agradable a Dios, con aquella unidad de muchos, no reducible a la uniformidad, pues acoge lo diverso. Además, el Espíritu fructifica en los fieles con carismas para el bien común (cf. 1 Co 12,4-11), distribuidos y obrados con diversidad para sugerir ser complemento uno para el otros. En efecto, «somos todos a la vez y cada uno en particular, templos suyos, ya que se digna morar en la concordia de todos y en cada uno en particular» (La ciudad de Dios 10,3,2).
Y claro, también en la vida personal fructifica la acción del Espíritu. En el siguiente cuadro presentamos los versículos bíblicos donde aparece el despliegue de los frutos del Espíritu, en los cristianos, como actitudes que provienen de un corazón marcado por la caridad. Ofrecemos en cada caso una breve explicación y una pregunta que busca movilizarte. Sirva todo esto para mirarnos dentro, descubrirnos guiados desde dentro para vivir el amor al prójimo, y orar al Espíritu para asumir un compromiso en vista de dejarnos conducir por Él hacia los frutos agradables a Dios, pues «el hombre no puede volverse espiritual sino por el don del Espíritu Santo» (Sermón 270,2).