30 DE ENERO – DOMINGO 4.º DEL TIEMPO ORDINARIO (CICLO C)

PREPARACIÓN: 

Pacificar el corazón: Date un espacio adecuado para la oración.

Invocar al Espíritu Santo: Pídele al Espíritu Santo que te dé luz para entender las Escrituras.

 

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Te pedimos, Señor, que llenes nuestros corazones con la luz del Espíritu Santo, para que te busquemos en todas las cosas y cumplamos con gozo tu voluntad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

 

LECTURA:

¿Qué me dice el texto?

Lee atentamente la lectura bíblica:  Ponte en contexto, fíjate en los personajes, acciones, sentimientos, etc.

Puedes encontrar la frase que te impacte y detente en ella.

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (4, 21-30):

En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:

«Hoy se ha cumplido esta Escritura que ustedes acaban de oír».

Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.

Y decían:

«¿No es este el hijo de José?»

Pero Jesús les dijo:

«Sin duda me dirán aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».

Y añadió:

«En verdad les digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo asegurarles que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».

Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y siguió su camino.

Palabra del Señor,

Gloria a ti, Señor Jesús

 

MEDITACIÓN CON SAN AGUSTÍN:

Dios, hablando por los profetas primero, luego por sí mismo, y después por los apóstoles, es el autor de la Escritura llamada canónica, que posee la autoridad más eminente. En ella tenemos nosotros la fe sobre las cosas que no debemos ignorar, y que nosotros mismos no seríamos capaces de conocer. Cierto que somos testigos de nuestra posibilidad de conocer lo que está al alcance de nuestros sentidos interiores y exteriores (que por eso llamamos presentes a esas realidades, ya que, decimos, están ante los sentidos, como está ante los ojos lo que está al alcance de los mismos).

En cambio, sobre lo que está lejos de nuestros sentidos, como no podemos conocerlo por nuestro testimonio, buscamos otros testigos y les damos crédito, porque creemos que no está o no ha estado alejado de sus sentidos. Por consiguiente, como sobre las cosas visibles que no hemos visto creemos a los que las han visto, y lo mismo de las demás cosas que se refieren a cada uno de los sentidos del cuerpo; así sobre las cosas que se perciben por el ánimo y la mente (con tanta razón se llama sentido, pues de ahí viene el vocablo sentencia), es decir, sobre las cosas invisibles que están alejadas de nuestro sentido interior, nos es indispensable creer a los que las han conocido dispuestas en aquella luz incorpórea o las contemplan en su existencia actual (La ciudad de Dios 11, 3).

 

REFLEXIÓN:

El evangelio que hoy meditamos nos ofrece la continuación y desenlace de lo que sucedió en la sinagoga de Nazaret. Todo este cuadro es un resumen y anuncio del contenido del evangelio de Lucas: Jesús es el mesías prometido y preanunciado por los profetas, enviado al pueblo elegido, el cual primero lo admira y luego lo rechaza y expulsa; en cambio, la voluntad de Dios de dirigirse y acoger a todo el género humano en la unidad, se cumple, pues los no-judíos se muestran más acogedores, alcanzando el Reino de Dios junto con los judíos que sí creyeron. Como afirma Jesús, Dios antes ya envió a sus profetas Elías y Eliseo no solo a los judíos.

Los testigos de tal Mesías, deben acoger esta tensión universal del anuncio y la predicación, que con seguridad les traerá incomprensiones y persecuciones. El mismo Jesús, más adelante, lo anuncia con claridad (cf. Lc 12, 11-2; 21, 12-19) y les enseña que, ante el desprecio y la exclusión, deben alegrarse, y en cambio, preocuparse cuando reciben las alabanzas del pueblo hostil a Dios (cf. Lc 6, 23.26); y que, en todo momento, aun frente a los enemigos, deben anteponer el amor (cf. Lc 6, 27).

Sirva lo que san Agustín nos dice, si, como testigos, nos es difícil aceptar tales condiciones de seguir a un crucificado: Jesús es la autoridad que nos «hace crecer» en el conocimiento y aceptación de algo que por nuestra cuenta no podríamos alcanzar. En este caso, se trata de un seguimiento que, por voluntad de Dios, no necesariamente genera historias de éxito según el mundo. Pero también, esta autoridad divina nos «hace crecer» fortaleciéndonos por dentro, suscitando y acompañando nuestros buenos propósitos, con la gracia y don del Espíritu Santo, para acoger la voluntad de Dios. Si nuestra vida hoy está cargada de condiciones adversas, podría ser el momento para orar y discernir sobre ellas, evaluar nuestra respuesta y pedir que su Espíritu sea la fuente de nuestros pensamientos y acciones. Recuerda que, sin el amor, es difícil la lucha contra el pecado y el crecimiento en la virtud.

 

COMPROMISO:

Discierne: tu concepto y experiencia de éxito y progreso, aplicado a tu vida, a tu trabajo, a tu familia, a tu pastoral… ¿Tiene raíces en una búsqueda de tí mismo? De ser así, seguramente manipularías todo y a todos a favor de tu beneficio y de tu ideología. Más bien, reconoce una posible conversión de tu corazón, para basar tus planes y experiencias en la voluntad y en el amor de Dios, al estilo de Jesús. ¿En cuál aspecto de tu vida podrías comenzar en generar el compromiso de acciones a favor de esta conversión? Te ofrecemos una clave: acciones que busquen el bien común, sin exclusiones, acogiendo el fracaso y la dificultad.

 

ORACIÓN FINAL:

La casa de mi alma es demasiado pequeña para acogerte, Señor. Hazla más grande. La casa de mi alma amenaza ruina. Restáurala, Señor. Lo sé, reconozco que da pena verla. ¡Está tan destartalada! ¿Quién será capaz de arreglarla? Ciertamente, yo no. ¡Sólo tú puedes arreglarla y limpiarla! Puesto que así lo creo, por eso me dirijo a ti. ¡Y.. tú lo sabes, Señor! (Confesiones 1, 5, 6).