10 DE ABRIL – DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR (CICLO C)

PREPARACIÓN: 

Pacificar el corazón: Date un espacio adecuado para la oración.

Invocar al Espíritu Santo: Pídele al Espíritu Santo que te dé luz para entender las Escrituras.

 

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.

Te pedimos, Señor, que llenes nuestros corazones con la luz del Espíritu Santo, para que te busquemos en todas las cosas y cumplamos con gozo tu voluntad. Por Cristo nuestro Señor. Amén.

LECTURA:

¿Qué me dice el texto?

Lee atentamente la lectura bíblica:  Ponte en contexto, fíjate en los personajes, acciones, sentimientos, etc.

Puedes encontrar la frase que te impacte y detente en ella.

 

Lectura del santo evangelio según san Lucas (23, 1-49):

Después se levantó toda la asamblea y lo condujeron ante Pilato. Y empezaron la acusación: «Hemos encontrado a éste incitando a la rebelión a nuestra nación, oponiéndose a que paguen tributo al césar y declarándose Mesías rey».

Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?».

Jesús le respondió: «Tú lo dices».

Pero Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la multitud: «No encuentro culpa alguna en este hombre».

Ellos insistían: «Está alborotando a todo el pueblo enseñando por toda Judea; empezó en Galilea y ha llegado hasta aquí».

Al oír esto, Pilato preguntó si aquel hombre era galileo; y, al saber que pertenecía a la jurisdicción de Herodes, lo remitió a Herodes, que se encontraba por entonces en Jerusalén.

Herodes se alegró mucho de ver a Jesús. Hacía tiempo que tenía ganas de verlo, por lo que oía de él, y esperaba verlo hacer algún milagro. Le hizo muchas preguntas, pero él no le respondió.  Los sumos sacerdotes y los letrados estaban allí, insistiendo en sus acusaciones. Herodes con sus soldados lo trataron con desprecio y burlas, y echándole encima un manto espléndido, lo envió de vuelta a Pilato. Aquel día Herodes y Pilato que hasta entonces habían estado enemistados, establecieron buenas relaciones.

Pilato convocó a los sumos sacerdotes, a los jefes y al pueblo, y les dijo: «Me han traído a éste acusándolo de agitar al pueblo. Miren, lo interrogué personalmente delante de ustedes y no encuentro en este hombre ninguna culpa de las que lo acusan. Tampoco Herodes lo encontró culpable ya que me lo ha mandado de vuelta, como ven no ha cometido nada que merezca la muerte. Le daré un castigo y lo dejaré libre».

Por la fiesta tenía que soltarles a un preso. Pero ellos se pusieron a gritar: «¡Que muera este hombre! Déjanos libre a Barrabás».

Barrabás estaba preso por un homicidio cometido en un disturbio en la ciudad. Pilato, que quería dejar libre a Jesús, les dirigió de nuevo la palabra; pero ellos

seguían gritando: «¡Crucifícalo, crucifícalo!».

Por tercera vez les habló: «Pero, ¿qué delito ha cometido este hombre? No encuentro en él nada que merezca la muerte. Le impondré un castigo y lo dejaré libre».

Pero ellos insistían a gritos pidiendo que lo crucificara; y el griterío se hacía cada vez más violento. Entonces Pilato decretó que se hiciera lo que el pueblo pedía. Dejó libre al que pedían, que estaba preso por motín y homicidio, y entregó a Jesús al capricho de ellos. Cuando lo conducían, agarraron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevara detrás de Jesús. Le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres llorando y lamentándose por él. Jesús se volvió y les dijo: «Mujeres de Jerusalén, no lloren por mí; lloren más bien por ustedes y por sus hijos. Porque llegará un día en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, los vientres que no concibieron, los pechos que no amamantaron!. Entonces se pondrán a decir a los montes: Caigan sobre nosotros; y a las colinas: Sepúltennos. Porque si así tratan al árbol verde, ¿qué no harán con el seco?».

Conducían con él a otros dos malhechores para ejecutarlos. Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, los crucificaron a él y a los malhechores: uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».

Después se repartieron su ropa sorteándola entre ellos. El pueblo estaba mirando y los jefes se burlaban de él diciendo: «Ha salvado a otros, que se salve a sí mismo, si es el Mesías, el predilecto de Dios». También los soldados se burlaban de él. Se acercaban a ofrecerle vinagre y le decían: «Si eres el rey de los judíos, sálvate».

Encima de él había una inscripción que decía: «Éste es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti y a nosotros». Pero el otro lo reprendió diciendo: «¿No tienes temor de Dios, tú, que sufres la misma pena? Lo nuestro es justo, recibimos la paga de nuestros delitos; pero él, en cambio, no ha cometido ningún crimen». Y añadió: «Jesús, cuando llegues a tu reino acuérdate de mí». Jesús le contestó: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».

Era mediodía; se ocultó el sol y todo el territorio quedó en tinieblas hasta media tarde. El velo del santuario se rasgó por el medio. Jesús gritó con voz fuerte: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Dicho esto, expiró.

Al ver lo que sucedía, el centurión glorificó a Dios diciendo: «Realmente este hombre era inocente».

Toda la multitud que se había congregado para el espectáculo, al ver lo sucedido, se volvía dándose golpes de pecho. Sus conocidos se mantenían a distancia, y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea lo observaban todo.

Palabra del Señor,

Gloria a ti, Señor Jesús

 

MEDITACIÓN CON SAN AGUSTÍN:

Cristo quiso padecer por nosotros. Dice el apóstol Pedro: Padeció por ustedes, dejándoles un ejemplo para que sigan sus huellas (1 Pe 2, 21). Te enseñó a padecer, y te enseñó padeciendo él. Poca cosa serían sus palabras si no las hubiera acompañado su ejemplo. ¿Cómo nos enseñó, hermanos? Pendía de la cruz, y los judíos se ensañaban contra él; estaba sujeto con ásperos clavos, pero no perdía la dulzura. Ellos se ensañaban, ladraban en torno a él y le insultaban cuando pendía de la cruz. Locos furiosos, le atormentaban en todo su cuerpo a él, cual único y supremo médico. Estando él colgado, los sanaba. Padre —dice—, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Pedía, y, con todo, pendía; no descendía, porque iba a convertir su sangre en medicamento para aquellos locos furiosos. Dado que no pudieron resultar vanas las palabras suplicantes del Señor, ni su misericordia que las escuchaba —puesto que al mismo tiempo que elevó súplicas al Padre las escuchó con él—, después de su resurrección sanó a los dementes en grado supremo que había tolerado en la cruz (Sermón 284, 6).

 

REFLEXIÓN Y COMPROMISO:

 

 

ORACIÓN FINAL:

La casa de mi alma es demasiado pequeña para acogerte, Señor. Hazla más grande. La casa de mi alma amenaza ruina. Restáurala, Señor. Lo sé, reconozco que da pena verla. ¡Está tan destartalada! ¿Quién será capaz de arreglarla? Ciertamente, yo no. ¡Sólo tú puedes arreglarla y limpiarla! Puesto que así lo creo, por eso me dirijo a ti. ¡Y.. tú lo sabes, Señor! (Confesiones 1, 5, 6).